Yo no sé por qué pero las entradas sobre el viaje de diciembre y enero con More las hicimos en desorden. Empezamos hace unas semanas con las Islas Comoras que fueron nuestro último destino y ahora seguimos con Madagascar, el primer país que visitamos. Supongo que tiene que ver con el impacto que generó en nosotros cada uno de los destinos… aunque también podría ser que, como Comoras nos resultó tan extraña e incomprensible, queríamos hablar de ella antes de que los sentimientos se fueran. Ni idea. Entonces, como vamos en desorden, no se extrañen si hay una que otra referencia circular entre las entradas… Es parte de la diarrea mental a la que ya estamos acostumbrados en este Blog así que no debe haber mucho problema con eso.

Pues bueno. Para continuar con el recorrido que hicimos por las islas del Océano Índico africano, hoy nos vamos a las ciudades de Antananarivo y Antsirabé en Madagascar. Y déjenme empezar con mi afirmación inicial: ¡Lugar extraño Madagascar! Yo ya les había contado que cuando uno llega a África, uno siente a África en la piel. Hay un sabor, una luz, una alegría que se mete por los poros y se queda con uno hasta que el avión despega al final del viaje. África tiene muchísimos problemas, sí, pero África es alegre, es viva, tiene un pulso que contagia y alegra la existencia. Claro, cada país a su manera, pero África tiende a apoderarse del que la visita y le produce sensaciones que difícilmente se pueden experimentar en otro lugar. Y con todo esto en mente, uno llega a Madagascar emocionado porque ya no es sólo África, ¡es Madagascar! Uno de esos países que lo cautivan a uno desde las clases de geografía en el colegio y que responde a ese imaginario de «lo extraño», «lo poco usual», «lo desconocido», ¿cierto? Pues no. Uno aterriza y la emoción está, sí, pero ni la luz, ni el sabor, ni la alegría, ni el pulso. Supongo que los millones de años que la isla lleva separada del continente tuvieron su impacto en la energía misma del lugar. Madagascar puede quedar en África, pero no es África. Es algo así como un «coitus interruptus» viajero porque difiere por completo de lo que uno espera encontrar.

Pero hagámosle justicia a Madagascar. El hecho de que no tenga la energía que tiene el resto de África no quiere decir que no sea un lugar maravilloso. Es extraño, sí, pero el simple hecho de no ser como el resto del continente lo hace único. Su estructura es diferente, su funcionamiento es diferente, su pobreza es diferente y su gente es diferente. Es un mundo aparte que evidencia los límites que impone la insularidad a los contactos con el mundo exterior. Si una isla es un mundo en sí misma, Madagascar lo es aún más. Y eso fue tal vez lo que más me impactó. A diferencia de otras islas donde he estado que claramente han hecho un esfuerzo por integrarse al resto del mundo, Madagascar se percibe aislada, solitaria, incluso abandonada. Es como si su mundo se acabara en las costas y no hubiera nada al otro lado del mar. Y claro, este aislamiento se presenta incomprensible cuando uno considera que la población malgache es una mezcla entre negros, árabes, europeos y asiáticos… y sobre todo, que esa mezcla se ve a diario en las facciones de la gente. Madagascar es sin duda una contradicción y ahí justamente es donde radica su encanto.

Entonces, como hicimos la vez pasada con la entrada de Comoras, More y yo vamos a tratar de contarles sobre nuestros días en Antananarivo, la capital, y Antsirabé, la tercera ciudad de Madagascar, las dos ubicadas sobre las montañas del centro de país. Como dijo uno de los lectores del blog, es una entrada tipo Pimpinela a 4 manos y a 3 ojos donde ella cuenta unas cosas y yo otras. Aunque tengo que confesar que en ésta, ella contó la mayoría del viaje, así que mis comentarios serán limitados por ahí… Traigan café y acomódense que vamos con la entrada titulada «Madagascar, el África que no es África». Espero que les guste.


More:

Aterricé en Madagascar como 15 minutos antes de lo previsto. No puedo decir a ciencia cierta que fuese mucho lo que supiera del lugar. Aunque sabía más que la mayoría que piensa inmediatamente en la películas Madagascar de Dreamworks. Sabía de la famosa Avenida de los Baobabs, que era un lugar con unos ecosistemas únicos, que de ahí eran los lémures y que tiene unos parques naturales absolutamente alucinantes. Sabía que habían sido colonia francesa, que tenían una historia política complicada y no mucho más que eso. Aterrizando vi mucho verde, cultivos variados, casonas hermosas que parecían viejas plantaciones, pequeños lagos y una ciudad que se veía muy extensa. Me fijé bien en el aterrizaje porque por un lado seguía sin creer que había llegado hasta allá y porque me había causado mucha curiosidad las imágenes que había visto en un aviso de Ethiopian Airlines que orgullosamente publicitaba su nuevo destino: Antananarivo. A esta ciudad todos le dicen Tana y yo debo reconocer que hasta hace muy poco que logré escribir y pronunciar adecuadamente Antananarivo. Lo sé porque oí a unos italianos intentando pronunciarlo en el aeropuerto de Comoras y me destornillé de risa. Volviendo a la publicidad, la foto mostraba desde arriba el estadio de la ciudad. Se veía bastante colorido, me intrigaba saber si me iba a encontrar con esa misma vista. Yo estaba ansiosa por aterrizar y entender ese lugar porque la poca información que tenía hacía referencia al lado “salvaje” de la cosa, y pues en este viaje íbamos era a conocer las ciudades y la cotidianidad.

Voy a ser muy honesta, esta entrada en particular me ha costado mucho. No sé bien cómo hacerle justicia a Madagascar. Estuvimos ahí casi 5 días que yo sentí como 5 semanas. Armamos una dinámica, teníamos una vida ya organizada ahí. Y sin embargo era de manera simultánea un lugar ajeno, familiar, agradable y desagradable. Eso no tiene sentido. Lo sé, pero era lo que sentía. Tratar de escribir eso no es sencillo, ni mis lágrimas de emoción lo podrían transmitir (Nota del Mapache: Y sí que fueron abundantes las lágrimas… Esta mujer se conmueve con todo, lo bueno y lo malo, y con eso llora con una frecuencia indeseable). Así que era de esperar que esto había que escribirlo y reescribirlo hasta que se entendiera.  Así que en mi intento de ponerle orden a este asunto y escribir como yo quería, con el corazón, decidí (para colmarle la poca paciencia a mi compañero de relato), repasar lo escrito, editar y corregir todo mi aporte. Eso sí, al son de mi lista de música africana (que estará disponible próximamente para el público en Spotify, sólo debo terminar de hacerle la curaduría) y mientras preparo un arroz que quiero convencerme que huele a África, pero que sé que palidece porque claramente no tengo todos los ingredientes que necesito. Este “second best” tendrá bastar.

Hecha la anterior anotación, durante el vuelo recibimos dos formatos para diligenciar: uno para la requisa de sanidad (que determina si puedes efectivamente ingresar al país), y otro para el proceso de inmigración y trámite de la visa. Apenas aterricé, sentí el calor, estábamos a casi 30 grados. Yo venía del frío amanecer en Addis Abeba (como a 8-10 grados), y del frío del aire acondicionado del vuelo. Pasé tres ventanillas diferentes, esperé los mil sellos y firmas en mi pasaporte y cuando salí, 20 minutos después, con maleta y todo ya estaba yo de verdad en propiedad en Madagascar y en África. No lo podía creer. Creo que duré varias horas para terminar de aterrizar y ser consciente que yo estaba efectivamente allá. Miento. La verdad no hace falta conocer mucho de mí para saber que todos los días, no una, sino múltiples veces, tenía mi “momento” el que me decía a mí misma (o al Mapache porque me miraba y me decía “¿Está bien? ¿Por qué se quedó callada?” y yo tenía que responder que todo bien y explicar) “hijueputa, es que volví a caer en cuenta que estoy en África, no lo puedo creer”. Así eran las cosas.

Una pareja ya mayor me interrogaba sobre la naturaleza de mi viaje y algo preocupados me preguntaron si pensaba viajar sola, que debía tener cuidado. Y yo simplemente sonreí y dije que estaba esperando un amigo, que veníamos de diferentes lugares del mundo y que su vuelo debía llegar en una hora. Ellos, ya tranquilos, me desearon buen viaje y se apresuraron a irse. Todos tenían afán, excepto yo.

No salí del aeropuerto. Identifiqué las redes de wifi, me reporté con quienes debía reportarme, cambié algo de dinero y ubiqué el único restaurante que había, para tomarme un café (asqueroso) y esperar con tranquilidad. Tenía la ilusión de poderme tomar un buen café, porque, aunque el restaurante (que más bien parecía una cafetería en el parque central de cualquier pueblo colombiano) no era la maravilla, el olor era fantástico. Olía a un millón de cosas a la vez, por más que reconociera la canela, el comino, el clavo, el curry, sabía que había cosas que no sabía yo qué eran. Como yo venía llena porque en los diferentes vuelos nos llenaron de comida a todos, me fue imposible probar, y simplemente miraba con curiosidad lo que pedían y comían las personas sentadas cerca de mí.

Se soltó el aguacero y luego de consultar el estado del vuelo del señor Mapache, me di cuenta de que estaba más retrasado de lo previsto. Para mi sorpresa, aterrizó un avión (que equivocadamente creí de Kenya), y pedí el café para llevar del joven, que como era de esperarse, se alcanzó a enfriar un poco. Cuando finalmente vi que aterrizó el avión del Mapache, yo bajé de la cafetería esa a esperarlo, pero se me había perdido la señal de wifi, entonces cuando él salió con sus cosas, yo estaba como una loca atravesada intentando conectarme para comunicarme con él (Nota del Mapache: Imagínense la escena: Todo el mundo esperando AFUERA del aeropuerto y adentro una joven con cara de psicópata moviendo su celular en el aire tratando de recibir la señal de wifi del restaurante en el segundo piso mientras se le atravesaba sin ningún tipo de vergüenza a todos los viajeros que salían de migración en el Aeropuerto de Antananarivo… Ese sería el común denominador: Ella atravesada en todos los lugares mientras miraba con cara de sorpresa lo que tenía al frente y se constituía en una suerte de estorbo permanente para la población local. Hay que quererla así, con sus problemas). Nos saludamos, se tomó un par de sorbos de ese asqueroso brebaje que ni siquiera debería llamarse café y fuimos a buscar el carro que se suponía nos estaba esperando. El carro nunca llegó. Mientras esperamos, consultábamos con el hotel, tomábamos decisiones, aprovechamos el tiempo. Sacamos algunas fotos, echamos chisme y hasta conocimos un malgache que hablaba español fluido y se acercó a hablar con nosotros. Él llevaba 7 años estudiando español allá en Tana, por qué, no nos supo explicar. Finalmente sacamos plata del cajero y nos aventuramos a coger un taxi cualquiera, porque estábamos perdiendo horas luz y el tiempo es valioso. Ahí me di cuenta de que si bien puedo leer y entender francés y me he defendido en Europa medianamente bien, en Tana estaba negada. Mi básico francés estaba más precario que nunca, y honestamente el francés de estos señores lo entendía como a medias (y eso). Traumático, estoy que le devuelvo a la Alianza Francesa mi viejo certificado y todo. Hicimos un sondeo de los costos hasta nuestro hotel porque uno de colombiano siente que no puede dar papaya jamás, y nos fuimos.

Mapache:

Pocas cosas tan alucinantes como volar sobre Madagascar y descender hacia Antananarivo. Desde que el avión entra en el espacio aéreo malgache, uno entiende por qué al país lo conocen como la «Isla Roja» (o «l’île rouge»). Y aquí la historia. Resulta que antes, Madagascar era conocido como la «Isla Verde», pero la expansión de la agricultura y las técnicas de quema han exterminado gran parte de la capa de vegetación de la isla que hoy llega a niveles de deforestación del 80% y han expuesto el rojo de la tierra del país. Es una verdadera tragedia ecológica. En cualquier caso, ahora la isla es conocida como la Isla Roja y a los malgaches parece no preocuparles mucho porque usan esa frase en la señal de bienvenida en el aeropuerto y hasta en las camisetas que venden por las calles de Antananarivo.

Lo que sí es cierto es que los paisajes son alucinantes. Desde pequeñas colinas verdes y rojas frente a la costa hasta manchas verdes que recuerdan el lugar donde alguna vez hubo una selva, pasando por las interminables plantaciones de arroz por toda la isla, Madagascar desde el aire es un banquete para los ojos. Y si además uno llega en la época de lluvias, las nubes blancas y grises le dan un tono casi apocalíptico al descenso hacia Antananarivo (claro, eso sin contar que el Mapache iba pegado al techo porque ese avión no hacía sino sacudirse… nada agradable). Les muestro:

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Descendiendo hacia Antananarivo
Fotos Celular 686
Descendiendo hacia Antananarivo

Aterrizamos en Antananarivo en medio del segundo diluvio universal. Recuerdo que una vez el avión se detuvo al final de la pista, la lluvia era tan fuerte que no se veía nada a través de la ventana. Unos minutos después, el avión se estacionó frente a la terminal y empezamos a descender. Pero claro, en Antananarivo no hay los gusanos/túneles/puentes (como se llamen) esos que conectan al avión con la terminal. Entonces esto funciona así: usted sale del avión mientras le llueve a cántaros en la cabeza, corre raudo y veloz escalera abajo y luego corre los 40 metros que hay desde el avión hasta el aeropuerto. Todo esto a 30 grados con lo cual, cuando uno llega a migración, está lavado de pies a cabeza no sólo por la lluvia sino también por el sudor. Habíamos empezado bien. Una vez adentro, fila para malgaches, otra para africanos que no necesitan visa y otra para «el resto» donde, obviamente, va este mapache colombiano disfuncional. Y aquí viene lo que yo llamaría «el proceso». Sí, nunca me había tocado un proceso migratorio tan complicado como el de Madagascar. Primero, uno paga los 30 euros que vale la visa y le pegan una calcomanía (o pegatina) en el pasaporte. Luego pasa donde otro fulano que le toma las huellas, luego donde otro que lo mira a uno con desdén mientras determina si uno es el mismo personaje que aparece en la foto del pasaporte, luego otros dos fulanos ponen sendos sellos en el pasaporte y después uno espera unos 10 minutos mientras una buena señora llamada Georgette inspecciona que los 183948024 sellos que le acaban de poner en el pasaporte estén bien. Finalmente, Georgette lo llama a uno, le entrega un pasaporte gringo de alguien más y le dice «Bienvenu à Madagascar». Claro, yo no sólo no era el gringo en cuestión sino que tampoco quería serlo. Le digo que el mío es el pasaporte colombiano que tiene en su escritorio, ella pide disculpas, le devuelvo el pasaporte gringo, ella me da el mío y me vuelve a dar la bienvenida. Ahora, ustedes se preguntarán por qué sé que la buena señora se llamaba Georgette… Bueno, es fácil… encima de todos los sellos descritos previamente, ella escribió su nombre en tinta azul de tal forma que ahora Georgette vivirá encima de mi visa malgache hasta el último de mis días. Vean:

Visa Madagascar
La firma de Georgette en medio de los 18 sellos que ponen los malgaches en el pasaporte. La foto la tomó More así que si no se ve muy clara, peléenle a ella
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La vista por la ventana luego de aterrizar en Antananarivo
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Un avión de Turkish en Antananarivo en medio del segundo diluvio universal
Fotos Celular 687
Bienvenidos a Antananarivo
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La Oficina Nacional de Turismo en el Aeropuerto de Antananarivo… Cerrada
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Un obelisco a todas las comunidades de Madagascar en el Aeropuerto de Antananarivo
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Llegadas internacionales en el Aeropuerto de Antananarivo

MORE:

Los 12 kilómetros hacia la ciudad se sintieron como 30. La infraestructura vial dejaba bastante que desear y yo me sentía, por la temperatura y por lo que veía a mi alrededor, como en ciertas partes de la ciudad de Tumaco, en el pacífico colombiano. Tenía perfecta conciencia de dónde estaba, sin embargo, me sentía en otra parte. Por un lado, en mi imaginario estaba la idea que la gente sería más africana, como con más sabor, qué sé yo. No fue así, yo los veía como de otro lado, como un revuelto raro entre asiático, indio y hasta latino. Eso sí, la infraestructura física de algunas partes, la manera de vestir de la gente, todo me seguía recordando a una parte de Tumaco.

Para cuando finalmente empezamos a entrar a Tana, con asombro veía un despelote de todo tipo por todas partes, mucho mercadito callejero, con carne colgando por ahí ya llena de moscas, vitrinas de esas que uno ve por la carretera colombiana (sólo hacía falta que el pollo exhibido fuera color radioactivo, como el que uno está acostumbrado a ver), unos caños sucios y olorosos, y la gente por ahí andando por la mitad de la calle, con los carros y las motos y todo. Nos íbamos adentrando ya más en la ciudad y este desorden todavía seguía y yo no entendía por qué. Por alguna razón, uno en su imaginario tiene que las ciudades tienen partes muy bonitas, cuidadas, y otras, así como que nunca fueron planeadas. Nos íbamos acercando a lo que entendíamos era la zona “bonita” de la ciudad, pero la diferencia no se hacía evidente aún. Y el Mapache miraba su mapita y miraba por la ventana y decía entre dientes que esto no parecía África en lo más mínimo. Claro, debe ser porque este pedazo en particular se desprendió hace rato. Yo, que no podía decir en ese momento que supiera, sentía y pensaba lo mismo que él. Tantas veces dije que me sentía en la Gran Tumaco que me regañó.

MAPACHE:

Antananarivo se presentaba extraña, como ninguna otra capital africana que haya visto jamás. Sí, estaba el caos, las carreteras angostas, el tráfico inmanejable, la suciedad, pero aquí eran diferentes… se sentían diferentes. Nuevamente, el sabor, la alegría y la luz características de África no estaban por ningún lado.

Pero Antananarivo no es sólo rara en eso. El trayecto desde la zona de Ivato al norte donde está el aeropuerto hasta el centro nos mostraría otra particularidad de la ciudad: En Tana conviven lo urbano y lo rural… los edificios y los cultivos… el cemento y el arroz. Y es que una de las cosas que más me sorprendió es que en pleno corazón de la ciudad, a lado y lado de las colinas que dominan lo que uno podría llamar «el centro», hay cultivos de arroz. En los patios de las casas, en pequeñas fincas, entre edificios, en pequeños valles… en cualquier espacio libre hay cultivos de arroz. ¡Cosa rarísima! Y claro, con eso uno no termina de saber si está en una ciudad o no, y, sobre todo, no entiende cómo funciona esta mezcla rara de cultivos inundados, flores púrpura y edificios a medio terminar en pleno corazón de la capital de un país. Les muestro el mapa y un video que filmé desde el taxi que nos llevó al hotel.

MORE:

Finalmente llegamos al hotel. Coronamos. Y como era evidente, teníamos que ir a caminar la ciudad y buscar un buen café, uno de verdad que compensara esa cosa inmunda que nos habíamos tomado en el aeropuerto. Yo me quise poner unos shorts y unas sandalias y el Mapache me dice, con esa tierna y amable voz que lo caracteriza: “Vea, le queda terminantemente prohibido ponerse algo diferente a pantalón y zapato cerrado aquí, ¿me entendió?” Yo por supuesto que lo miré como si estuviera desquiciado, le dije que a esta temperatura no quería andar en jeans. Él me mira inmundo y me dice, “No le dije jeans, le dije pantalón”. Yo quise saber por qué. Él me dijo que había habido recientemente un brote de plaga en Madagascar y que no me iba a permitir entrar en contacto con la suciedad que acabábamos de ver en las calles. Yo quedé de una pieza. Había investigado rigurosamente todo tipo de datos, hasta la precipitación promedio en esta época del año para cada lugar que íbamos a visitar en nuestro viaje. No había en mi “debida diligencia” cosa alguna sobre la peste bubónica. Y apenas entré a Google a buscar, apareció en todas partes. Yo por supuesto, si algo sé hacer es caso, así que la niña estuvo de pantalón y zapato cerrado todos los días.

Por fin salimos a caminar, nos pidieron ser cuidadosos con nuestras pertenencias y nos miramos como, obvio, somos unos paranóicos colombianos. Así que bueno, anduvimos unos pasos, tomamos unas fotos y la gente nos miraba aterrada. La constante de nuestro viaje era que nos sentíamos observados permanentemente. Nuestra interacción era bastante simpática, sin lugar a duda, y no había lugar en el que no nos revisaran de arriba abajo, frente y espalda. En todos nuestros destinos hacíamos sonreír y/o reír a la gente, sobre todo esto último. Por supuesto, cuando uno anda por ahí haciendo despliegue de toda su colombianidad por las calles del mundo, se hace notar.  Además del tumbao, la sonrisa de los que saben, y el chistecito ahí a flor de piel, un par de colombianos (todavía color rana platanera), chismoseando en español por ahí, siendo uno de nosotros un poco alto en un país donde la gente no supera los 1.70, era apenas obvio que jamás pasaríamos desapercibidos.

Caminamos varias cuadras aquí y allá, nos metimos a diferentes lugares a chismosear qué era cada cosa, incluso pasamos por una vieja iglesia en remodelación. Yo iba caminando feliz de la vida hasta que por el rabillo del ojo (del bueno, por si las dudas) vi algo que me petrificó. Y empecé a retroceder lentamente. Una telaraña enorme y en el centro una araña comiéndose algo que parecía haber sido en algún momento una mariposa. Mi aracnofobia la he aprendido a manejar, solo que el tamaño y el color de las patas de este bicho (franjas negras y rojas) me dejó inquieta (la conciencia de la existencia de ese arácnido no contribuiría a mi jetlag esa primera noche). El día siguiente, un señor nos explicaría que no eran venenosas y que de hecho, eran todo un platillo maravilloso de la gastronomía local. Yo procuro probar cuanta cosa, pero estaba clarísimo que eso no, gracias. Y ni crean, la tranquilidad de saber que la arañita esa no era venenosa no me quitó el resquemor que me generaba. Esas patas. Tanto animalito lindo (incluso unos lamentablemente extintos) oriundos de Madagascar, y el primer bicho que nos teníamos que encontrar era ese. Bueno, por ahí vi pasar algo como una rata grandota con la cola peluda, pero como sólo lo vi yo y no supe qué era pues no cuenta.

La caminata nos sirvió para entender un poco cómo era  a ciudad, que era un desorden espantoso. Nada era claro allá. Un amigo del Mapache nos decía en un mensaje que esa vaina parecía un vertedero con casas (El amigo del mapache es Coke, el chileno que vive en Andorra y que ya nos ha escrito un par de entradas para este Blog… hagámoslo quedar mal en público para que me regañe cuando lea esto). Y, aunque sí tenía algo de razón y me hizo reír media hora,  tampoco.  Había cosas lindas. Vimos un par de plazas, nos empezamos a ubicar, y por pura casualidad resultamos pasando por algunos de los puntos turísticos identificados en mi investigación previa. Así fue como se nos atravesó un café restaurante, al pie de la Plaza de la Independencia. De hecho, supimos que estábamos en la dichosa plaza por  el café: Buffet du Jardin. Estaba en la lista de “lugares donde la gente dice que el café es bueno”. Para nuestra fortuna, y el correcto inicio de nuestro viaje, el café en este lugar era decente. Y en ese lugar, al son de por lo menos 3 lattes por persona, par de botellones de agua con gas y un litro de cerveza THB malgache para mí (este equipo viajero tiene sus vicios distribuidos), brindamos por el inicio de nuestro viaje. No sólo habíamos llegado con éxito a Antananarivo, yo estaba por primera vez en mi vida en África y ambos entendíamos que eso era un “very big deal”. Sobre todo, porque como dijo el compañero “usted empezó por el lado más extraño de África”, es como muy normal en mí hacer las cosas diferente.

Así las cosas, pedimos la carta y que nos explicaran los menús del día y las especialidades de la cocina malgache (había cinco platos para escoger). Por edad, dignidad y gobierno dejé que el Mapache me sugiriera el 90% de los platillos que probé en todos los lugares. Sus sugerencias fueron todas excelentes, comimos como los dioses, o así lo recuerdo yo. En todo nuestro viaje, creo que la comida más rica que probamos definitivamente fue en Madagascar. Kenya no se queda atrás, sólo que esa es otra historia, y en la escala sólo puede haber un gran ganador. Sabores nuevos y sabores viejos, y mezclas de especies que yo no sabía que combinaban bien, y cómo combinaban de bien. Unas cosas que eran ajenas a mí y aún así me sabían a “comfort food”. Estofados, arroces, caldos, curries. De muerte lenta. Ni qué les digo de las pimientas salvajes y los ajíes de allá. Otro nivel. Quería robarme el ají casero (a base de chiles verdes) del sitio. Y nunca supe qué hierbas eran las que le echaban al chile. Picaba, sí, no demasiado. El sabor no tenía nada que ver con aliños latinos. Y sin embargo estoy segura que si lo probara otro latino, le sabría a algo ligeramente familiar. Esa noche yo cené codo de cerdo en salsa de no sé qué hierbas locales y el Mapache pidió una carne de res  (zébu, como le dicen ellos) en salsa de pimienta. Quedamos matados.

Al regreso del restaurante, que al final no resultó ser tan lejos del hotel, como ya era de noche, empezamos a vivir la cosa más espantosa, incómoda y triste de la vida. Uno cree que uno es canchero por el simple hecho de ser colombiano y de haber sobrevivido a las calles de Bogotá y a la inseguridad de algunas de nuestras ciudades. Sí y no. Yo no estaba preparada para que se vinieran en grupo múltiples personas, adultos y niños, a pedir limosna. Te siguen cuadras enteras, agarrándote de la ropa, del bolso. Rogando por plata aún cuando les decíamos que no. Y este acoso era un asunto permanente, a toda hora y en todo lugar, aunque se exacerbaba al caer la tarde y en horas de la noche. Además del dolor que causa ver esa realidad, se le suma la incomodidad, estrés y bueno, sinceramente nos alcanzamos a asustar un par de veces. Más allá de todo lo bueno, lo malo y lo feo, esto fue lo que más me indispuso del lugar, además del hecho que se me partía el corazón de ver tanta miseria e indigencia. Vida cruel.

MAPACHE:

Y aquí meto la cucharada. Ver personas pidiendo dinero en la calle es «normal». Claro, no debería serlo, pero es una constante en muchísimos lugares del mundo. Desde Bogotá hasta Nueva Delhi, desde Nairobi hasta Estambul… Incluso en Madrid, Estocolmo y Nueva York me han pedido dinero. NUNCA, repito, NUNCA había visto algo como lo que vi en Antananarivo. Durante el día hay personas por ahí pidiendo, pero apenas cae la noche, todas y cada una de las calles de la ciudad se llenan de gente que pide dinero. Grupos de 10 ó 15 mujeres y niños te persiguen durante cuadras tocándote, halándote la camisa y pidiéndote dinero en un tono de voz desgarrador. El problema es que en Tana el alumbrado público es escaso, así que de repente uno se ve en una calle extremadamente oscura con un montón de gente persiguiéndolo mientras uno esquiva los carros, la basura y los perros que están en la vía. Llámenme desalmado pero la escena pasa de ser conmovedora a ser aterradora en pocos instantes. La percepción de inseguridad se dispara y la única opción que queda es caminar rápido para tratar de dejarlos atrás y buscar seguridad en algún restaurante donde haya luz hacia la calle.

Ésta sería nuestra constante en Tana. Cientos y cientos de mendigos, especialmente niños por todas partes, todo el tiempo, persiguiéndonos y pidiendo dinero. Durante los días siguientes nos daríamos cuenta que todas estas personas duermen en la calle, generalmente junto a grandes pilas de basura, en la entrada a los puentes o túneles que hay en la ciudad. La pobreza en Tana tiene otro nivel. Uno que no había visto yo antes en ningún país de Asia, África o América Latina. Ahí entendería yo por qué Madagascar es el duodécimo país más pobre del mundo… incluso más que Haití, Sierra Leona o Afganistán. La pobreza abunda y lo peor, a nadie parece importarle mucho… ni al gobierno.

MORE:

Así las cosas, luego de un día eterno para ambos por tantas escalas, terminamos nuestro primer día de viaje. El Mapache cayó profundo de inmediato. Yo pasé la noche casi en vela. No solo llevaba dos días viajando, les juro que me angustiaba que la araña se me metiera por la ventana (Nota del Mapache: No sobra decir que la habitación no tenía aire acondicionado y yo solicité dejar la ventana abierta para no morir asfixiado del calor… Claro, la niña no tuvo vida pensando que una araña mutante se la fuera a cenar en medio de la noche). Y también estaba el hecho que yo no podía creer que estaba en Madagascar y que además de estar allá, viendo que todo era tan extraño y diferente, todo me resultaba sumamente familiar.

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Panorámica de Antananarivo desde el hotel
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Panorámica de Antananarivo
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Panorámica de Antananarivo desde el hotel
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Panorámica de Antananarivo desde el hotel
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Antananarivo

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Antananarivo
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Iglesia en las colinas de Antananarivo
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Matrícula de Madagascar
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Plaza de la Independencia en Antananarivo
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Plaza de la Independencia en Antananarivo
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Antananarivo desde la Plaza de la Independencia
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Cerveza THB, lo que mantuvo a More funcionando todo el tiempo en Madagascar

El segundo día, ya más ubicados y luego de mucho café, empezamos a subir hacia la cima de la colina más alta de la ciudad donde están la Rova de Antananarivo y el Palacio de Andafiavartra. En el camino, por las calles empinadas pasamos por la Catedral, por diversos parques y vimos la ciudad bastante viva. Jugaban los niños en la calle, caminaban todo tipo de personas de aquí a allá. Había mucha actividad esa mañana. A medida que subíamos, identificábamos lo que había a nuestro alrededor, y de vez en cuando había una especie de miradores sobre la ciudad. Abajo ya se veía el estadio, un lago por el cual habíamos pasado llegando, que es el Lago Anosy, un lago artificial en medio de la ciudad con un monumento a los muertos de la Primera Guerra Mundial que recorreríamos luego. Veíamos la plaza de la independencia y el Buffet Jardin, que pronto se volvería el lugar de nuestro café de siempre.

 

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Antananarivo de camino a la Rova
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Antananarivo y el Lago Anosy desde uno de los miradores
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En uno de los miradores
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Antananarivo
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Antananarivo
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Las partes altas de Antananarivo
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Las partes altas de Antananarivo
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Las partes altas de Antananarivo
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Las partes altas de Antananarivo
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Uno de los miradores sobre la ciudad
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El estadio nacional desde uno de los miradores
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El estadio nacional desde uno de los miradores
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El lago Anosy desde uno de los miradores
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El estadio nacional desde uno de los miradores
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Las partes altas de Antananarivo
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Catedral de Antananarivo
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Catedral de Antananarivo
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Catedral de Antananarivo
2017.12.26 Antananarivo, MG (97)
Catedral de Antananarivo
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Catedral de Antananarivo
2017.12.26 Antananarivo, MG (99)
Catedral de Antananarivo
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Catedral de Antananarivo
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En las calles de las partes altas de Antananarivo
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En las calles de las partes altas de Antananarivo
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En las calles de las partes altas de Antananarivo
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En las calles de las partes altas de Antananarivo
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Antananarivo
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Antananarivo

Finalmente llegamos a la Rova luego de una caminata como de 3-4 kms en subida a 30 grados, afortunadamente llevábamos agua porque eso claramente aplica como escalada. Aprendimos sobre los reinados de Andrianampoinimerina y Ranavalona I que fueron quienes más contribuyeron a la expansión del complejo, y nos contaron algunas cosas sobre las creencias y tradiciones malgaches. La Rova está compuesta por una serie de estructuras de las que sólo quedan como 7 en pie, de las demás queda tan sólo el recuerdo. Hubo algo que me gustó mucho y es que mientras entrábamos en una de las casas del complejo, la que pertenecía a los reyes (mucho más pequeña y sencilla que el palacete de la reina), nos percatamos de la forma en la que la gente que visitaba el lugar salía de la casa. Como la niña no es preguntona pues quise saber qué pasaba. Resulta que ellos tienen la costumbre de no darle la espalda a las almas de sus antepasados, entonces entran de frente y no dan la espalda cuando salen de lugares especiales o sagrados. Me pareció un gesto noble así que hice exactamente lo mismo cuando me retiré del recinto. También nos contaron infidencias de cómo se pedían las audiencias a los reyes, y cómo hacían los reyes para decidir qué visitas atender. El asunto requería que su majestad el rey se trepara como a una especie de buhardilla desde donde se podía oír la conversación de abajo. Si le interesaba, lanzaba una piedrita desde arriba y la piedrita era el anuncio para llevar a la gente a otro lado para su audiencia real. Si no caía piedrita, pues había que excusar amablemente a su alteza y despachar a la visita. Ni hoy logramos ser así de sutiles. No en vano dicen que todo tiempo pasado fue mejor. Tampoco puedo decir que estoy siempre de acuerdo con ese dicho, pero bueno.

Me dio tristeza porque la Rova me pareció preciosa, aún a pesar de todo lo que le ha pasado. Qué sitio tan hermoso y qué lástima haya caído presa de los conflictos políticos de Madagascar. Desde ese punto se tiene una vista privilegiada de la ciudad y ve uno a Tana en toda su grandeza, desde los edificios del centro de un costado hasta las plantaciones de arroz que se pierden en el horizonte al otro. Me dio tristeza enterarme que la Rova estaba en proceso de convertirse en patrimonio de la UNESCO y que aún así haya sido destruida por algún psicópata en un incendio provocado durante la crisis política en noviembre de 1995. El recorrido por esta ciudadela real permite ver ese pasado glorioso y majestuoso del lugar. Es de esos lugares en los que viajas en el tiempo y alcanzas a imaginarte cómo eran las cosas hace cientos de años en un lugar tan lejano.

Muy cerca se encontraba el palacio real, y aunque el palacio está completo, se ve descolorido y lúgubre, se le nota el paso de los años, palidece ante la Rova. Igual recorrimos el lugar porque la arquitectura era muy particular. Como nos vieron interesados, intentaron cobrarnos para mostrarnos los tesoros que habían logrado rescatar del incendio de la Rova y pues nada, nosotros habíamos hecho ya la debida diligencia sobre el lugar y sabíamos que era medio chimbo ese cuento. No íbamos a pagar por ver 3 muebles y 2 sillas… eso estaba claro.

 

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Un mural con la historia de Madagascar en la entrada a la Rova
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Entrada a la Rova de Antananarivo
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Entrada a la Rova de Antananarivo
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Entrada a la Rova de Antananarivo
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El Palacio de la Reina en la Rova de Antananarivo
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El Palacio de la Reina en la Rova de Antananarivo
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Rova de Antananarivo
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El Palacio de la Reina en la Rova de Antananarivo
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El Palacio de la Reina en la Rova de Antananarivo
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El Palacio de la Reina en la Rova de Antananarivo
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El Palacio de la Reina en la Rova de Antananarivo
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El Palacio de la Reina en la Rova de Antananarivo
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Monumento en la Rova de Antananarivo
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El Palacio de la Reina en la Rova de Antananarivo
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El Palacio de la Reina en la Rova de Antananarivo
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El Palacio de la Reina en la Rova de Antananarivo
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El Palacio de la Reina en la Rova de Antananarivo
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El Palacio de la Reina en la Rova de Antananarivo
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El Palacio de la Reina en la Rova de Antananarivo
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Rova de Antananarivo
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Iglesia Anglicana en la Rova de Antananarivo
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Iglesia Anglicana en la Rova de Antananarivo
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Iglesia Anglicana en la Rova de Antananarivo
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En el interior del Palacio del Rey en la Rova de Antananarivo. Ahí arriba era donde se subía y dejaba caer la piedrita mientras la reina se reunía con los que le pedían cita.
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El mayor temor de More, una araña malgache
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El otro lado de Antananarivo con sus cultivos de arroz visto desde la Rova
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El otro lado de Antananarivo con sus cultivos de arroz visto desde la Rova
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El otro lado de Antananarivo con sus cultivos de arroz visto desde la Rova
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El otro lado de Antananarivo visto desde la Rova
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El otro lado de Antananarivo con sus cultivos de arroz visto desde la Rova
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El otro lado de Antananarivo con sus cultivos de arroz visto desde la Rova
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El otro lado de Antananarivo con sus cultivos de arroz visto desde la Rova
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El otro lado de Antananarivo con sus cultivos de arroz visto desde la Rova
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El otro lado de Antananarivo con sus cultivos de arroz visto desde la Rova
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Antiguo Palacio Real y antigua residencia del Primer Ministro desde la Rova

 

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Antiguo Palacio Real y antigua residencia del Primer Ministro
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Antiguo Palacio Real y antigua residencia del Primer Ministro
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Antiguo Palacio Real y antigua residencia del Primer Ministro
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Antiguo Palacio Real y antigua residencia del Primer Ministro

De regreso, nos cogió un aguacero tan espantoso que nos tocó refugiarnos en la Catedral como media hora, absolutamente lavados. La ventaja de un aguacero a esa temperatura es que te refresca y, cuando finalmente escampa, te secas rapidito y puedes seguir caminando como si nada. Hicimos una que otra pausa en el camino para chismosear tienditas y demás (Nota del Mapache: Y sí, esta buena señora me hizo parar en cuanto almacén había porque vive obsesionada con dos cosas: 1. Piedras extrañas y 2. Especias… Y ahí estaba yo con cara de psicópata mientras ella tenía orgasmos olfativos entre vainillas y pimientas). Una cosa sí identificamos rápido, y es que los malgaches eran de escasa sonrisa. A quiénes les vinieron a decir. Nos pusimos de tarea hacer reír a la gente, o al menos sacarles una que otra sonrisita. Primero a unas chicas en una tienda, luego a una señora en un restaurante, luego a transeúntes. Conforme avanzaba el día, cualquier persona que por una u otra razón interactuaba siquiera unos segundos con nosotros terminaba sonriendo. Las alegrías del hogar repartiendo alegría lejos de casa. Bonito, se nos volvió costumbre para el resto del viaje. Tampoco es que nos costara gran cosa. La disfuncionalidad nos emanaba por los poros y eso facilita el asunto.

Volvimos a andar parte del tramo del día anterior y nos dirigimos hacia el Palacio Presidencial, caminamos por los ministerios, y aprendí sobre (la que para mí es incomprensible) tradición africana de prohibir la toma de fotos a edificios oficiales. En Tana había avisos que prohibían tomar fotografías en determinados lugares. El mapache fue muy claro en decirme que ni intentara hacerlo, que él había tenido experiencias aburridoras y conocía de situaciones desagradables resultado de la toma de fotografías a edificios oficiales. Yo me burlé porque incluso, este palacio presidencial rosado (no sé bien, era color ladrillo ya desvanecido o si era como un rosado ahí) tenía hasta vidrios rotos. Calculen. En cualquier caso, atravesamos por la zona oficial, vimos variado ministerio, actividad interesante porque uno ve en los nombres en las fachadas de las entidades que todos los países terminan creando para encargarse de múltiples cosas que no siempre están muy relacionadas que digamos. Qué puedo decir, a mí me encanta eso, andar por ahí, sin rumbo fijo, con el simple propósito de ver todo lo que se pueda ver. Dicen que para lo que hay que ver en este mundo, con un solo ojo basta, y aunque soy claro ejemplo de eso, es mucho lo que tiene uno que mirar, observar, absorber, para realmente ver. Entonces yo andaba por ahí con cara de idiota, echándole un vistazo a todo y tratando de entender a qué se me podía parecer.

 

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Antananarivo en medio de la lluvia
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Antananarivo en medio de la lluvia
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En las calles de Antananarivo
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En las calles de Antananarivo
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Oficina Nacional de Cuentas
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En las calles de Antananarivo
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Corte Constitucional
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Corte Constitucional
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Corte Constitucional
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En las calles de Antananarivo
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Monumento a Rajoelina frente al Palacio Presidencial
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Ministerio de Finanzas
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Oficina Nacional del Medio Ambiente

Como íbamos caminando por ahí, sin orden en particular, pero con una idea de lo que queríamos visitar, nos fuimos enrutando hacia el el Lago Anosy. Había mucha cosa alrededor, y unas especies de ruedas de chicago miniaturas impulsadas manualmente por un fulano. En un extremo del lago (que dicen que es en forma de corazón, sólo que yo no lo vi), hay un camino que conduce al centro del lago, a un memorial.  Ahí se ubica el monumento a los muertos, el Ángel Negro, que es monumento a los caídos en honor de los combatientes malgaches de la I Guerra Mundial. Íbamos con toda hacia el memorial, y un señor que se creía muy vivo nos pidió una contribución para entrar y fue y corrió para llegar antes que nosotros, nos cerró la reja en la cara y se parqueó ahí con cara de culo. Nosotros, pues no íbamos a ser tan pendejos de pagarle al fulano por algo que hace parte del espacio público y le dimos la vuelta a pedacito de “isla” circundante, para ver desde diferentes ángulos al  ángel. De paso nos encontramos con muchas parejitas que aprovechan el lugar para besuquearse (no vimos nada que no fuera PG13), uno se siente mal de tirárseles el parche, pero pues, qué se puede hacer.

MAPACHE:

Y aquí otra particularidad de Antananarivo. Tan pronto ven que uno es turista, ellos proceden de conformidad a cobrarle por TODO. Si quiere ir al baño PÚBLICO GRATUITO en la Rova, pague. Si quiere entrar al Ángel en el centro del Lago Anosy, pague. Todo esto a pesar de que el Ángel y los monumentos contiguos están abiertos al público y son gratis. Los lugareños no perderán la oportunidad de cobrarle a usted por algo que es gratis y además se tornarán agresivos si usted decide no pagar. Como dijo More, a nosotros nos cerraron el monumento en la cara. Mala suerte para él que todo lo que había se podía ver desde afuera, pero no fue una experiencia agradable. Así que si visita Tana, vaya preparado para un par de confrontaciones con los locales que, en la mayoría de los casos, tratarán de aprovecharse de usted.

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Antananarivo vista desde el Lago Anosy
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Antananarivo vista desde el Lago Anosy
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Antananarivo vista desde el Lago Anosy
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Antananarivo vista desde el Lago Anosy
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Antananarivo vista desde el Lago Anosy
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La Rova de Antananarivo vista desde el Lago Anosy
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La Rova de Antananarivo vista desde el Lago Anosy
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Antananarivo vista desde el Lago Anosy
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Antananarivo vista desde el Lago Anosy
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Antananarivo vista desde el Lago Anosy
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Antananarivo vista desde el Lago Anosy
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Monumento en medio del Lago Anosy
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Monumento en medio del Lago Anosy
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Monumento en medio del Lago Anosy
2017.12.26 Antananarivo, MG (183)
Monumento en medio del Lago Anosy
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Monumento en medio del Lago Anosy
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Monumento en medio del Lago Anosy

MORE:

Luego de los tres minutos de malhumor por cuenta de la desfachatez del señor ese, y como quiera que ya llevábamos como 8 kms a punta apenas desayuno y agua, tomamos un taxi. Cosa bonita los taxis, había Renault 4s y una que otra viejera, y todas estaban pintadas como de beige o de beige y negro. Lindo. Coquetísima la cosa. Tomamos el taxi, no sin antes negociar la tarifa y le pedimos que nos llevara a la Estación de Tren, que además de estar en la lista de los lugares a visitar, venía con lugares recomendados para las delicias malgaches y por supuesto el café.

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Ahí ven el Renault 4 en versión taxi en Tana
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Y otro de los taxis maravillosos de Tana

La estación de tren, que se ha convertido en una especie de centro comercial, mantiene su fachada intacta y está perfectamente mantenida. Es una estación diminuta y preciosa. Preciosa se queda corta. Estoy segura que estuvimos detallando el lugar por lo menos media hora antes de entrar a ver qué había dentro y ubicar el café.  El café de la estación, por su parte, también es un lugar alucinante. No sé en qué momento dejamos pasar el periodo dorado de los trenes. Ese glamour, esa elegancia, la ventana decorada, los relojes. El café está lleno de fotos e imágenes de cuando la estación operaba y eso me pareció encantador. Es un lugar hermoso, y aunque no lo crean, Tana resultó ser bien diminuta, porque a quién creen que nos encontramos allá… Al señor que hablaba español del aeropuerto, nos presentó a su señora y todo. Iban de compras ellos.

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Estación del Ferrocarril de Antananarivo
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Estación del Ferrocarril de Antananarivo
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Estación del Ferrocarril de Antananarivo
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Estación del Ferrocarril de Antananarivo
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Estación del Ferrocarril de Antananarivo
2017.12.26 Antananarivo, MG (196)
Estación del Ferrocarril de Antananarivo
2017.12.26 Antananarivo, MG (188)
Estación del Ferrocarril de Antananarivo
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Café de la Gare
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Cebú malgache con pimienta en el Café de la Gare

Luego de altas dosis de café y un muy buen almuerzo, como era de esperarse, seguimos caminando. Nos recorrimos varios mercados locales, incluyendo uno de artesanías. Logré regatear en mi precario francés, no tan terrible al fin y al cabo. Caminamos unas horas más buscando un sitio, otro sitio, que el mercado de especies aún no lo habíamos visitado, que faltaba otro mercadito local, lo de siempre. Finalmente terminamos en una pastelería francesa que realmente estaba muy buena, al pie del palacio presidencial, sólo que por una callecita distinta a las que habíamos tomado en la mañana. En muchas ocasiones, aunque sentíamos que dábamos mucha vuelta, nos percatábamos de lo cerca que estaba todo lo que nos parecía esencial (los cafés básicamente). En cada punto cardinal, y no muy lejos, había un buen lugar para tomar café. Bueno, no les voy a mentir, el café no era muy bueno que digamos, no se comparaba a la comida claramente, pero era café, y definitivamente no era el del aeropuerto. Entre lo que habíamos recorrido entre el día anterior y éste, ya habíamos cubierto todos los sitios de interés de la ciudad. Unos 15 kms de caminata y unas 10 horas nos alcanzaron para recorrer Tana de cabo a rabo. A pesar de la lluvia y del calor.

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Mercado en el centro de Antananarivo
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Mercado en el centro de Antananarivo
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Mercado en el centro de Antananarivo
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Centro de Antananarivo
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Centro de Antananarivo
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Mercado en el centro de Antananarivo
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Mercado en el centro de Antananarivo

Al día siguiente ya estábamos listos para irnos a conocer a los señores lémures, así que salimos nuevamente de la ciudad y cogimos carretera un rato. La zona más rural de Madagascar se veía imponente y nos permitía entender algo de la riqueza de la isla. Su ecosistema es bien frágil y la pobreza y la popularidad de cultivos como el arroz, arremeten fuertemente contra la sostenibilidad. Allá hay muchas hierbas, especies, vainilla y otros aceites esenciales, cuyos costos de producción resultan muy altos, ya sea por los procesos, por los cuidados, o porque resulta más fácil y costo eficiente producir otras cosas, así que la gente se va por el lado de la plata fácil al menor esfuerzo. Problemáticas rurales similares a las colombianas, y a las de muchísimos lugares del mundo donde hay alta producción primaria. Quien lo fuera a creer. Aunque sí, yo lo creo, lo he dicho tantas veces, parecemos todos tan diferentes, cuando en realidad somos tan iguales, hasta con los mismísimos problemas. El caso es que a medida que nos distanciábamos de Tana y veíamos algo de zona rural, nos dábamos cuenta de la diferencia que había no sólo en el paisaje, sino en el cuidado que se le daba a éste.

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Saliendo de Antananarivo
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Saliendo de Antananarivo
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Saliendo de Antananarivo
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Saliendo de Antananarivo
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Entre Antananarivo y el parque de los lémures
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Entre Antananarivo y el parque de los lémures
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Entre Antananarivo y el parque de los lémures
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Entre Antananarivo y el parque de los lémures
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Entre Antananarivo y el parque de los lémures
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Entre Antananarivo y el parque de los lémures
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Entre Antananarivo y el parque de los lémures

Creo que anduvimos alrededor de hora y media (que en realidad fue más tráfico que distancia) y llegamos al Parque de los Lémures, que es una iniciativa local de conservación de diferentes especies de lémures. Primera lección, no hay un solo tipo de lémur. En realidad, hay una gran diversidad de especies, todos de Madagascar, eso sí. Unos son como los de la película, unos son grandes, otros son más pequeños. No todos ellos caminan en 2 patas, hay una especie que sí y sólo éstos son los que les gusta mover el bote, bueno, en realidad no. Cuando andan en sus 2 patas como que se contonean y se balancean con la cola, lo cual los hace ver como si estuvieran bailando. Todos tienen unos pies y manos de dedos largos, que son ligeramente impresionantes porque parecen más manos humanas que de cualquier otra especie animal. Más allá de ese detalle, todos tienen sus ojos locos, son una cosa tiernísima.

En el parque conviven al menos 6 especies diferentes, de distintas regiones y pisos térmicos. A unos les gusta estar arriba refugiados en los árboles y a otros no. Así que uno se pasa el día entero caminando toda el área, buscándolos. Son bien amigables, aunque como son salvajes pues no los tocamos. Mas bonito así, uno los visita en su entorno y los tiene ahí, sin jaulas, sin rejas, sin barreras.

Vimos unos gemelos lémures de 2 meses y unos bebés con sus madres por ahí, otros peleando, y efectivamente los danzantes nos hicieron un pequeño espectáculo. Fue maravilloso porque llegamos temprano y nos tocó sin más público. Y como función principal, tuvimos la oportunidad de ver unos maki, que es como se le dice en malgache al lémur más emblemático, ese que tiene la cola blanca y negra (esos que uno ve en la película Madagascar). Es sólo que para cuando llegamos a la zona en la que ellos habitaban, estaba lloviendo y ellos estaban trepados en un árbol y no quisieron bajar. Se notaba que tenían frío porque la familia entera estaba como amontonada, unos encima de otros, en full arrunche. Pasar 5 horas con lémures fue la cosa más alucinante. Entre otras porque algo así no lo puedes hacer sino allá. Y bueno, es que esos bichos son demasiado lindos. Verlos paga el pasaje.

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Makis arriba del árbol
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Makis arriba del árbol
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Makis arriba del árbol
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Makis arriba del árbol
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Makis arriba del árbol
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Lémur
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Lémur
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Lémur
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Lémur
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Lémures
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Lémur
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Lémur
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Lémur
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Lémur
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Lémur
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Lémur
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Lémur
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Lémur
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Lémur
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Lémur
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Lémur

Mientras caminábamos, el guía nos señalaba diferentes plantas nativas, resulta que hay unas plantas parecidas a la oreja de elefante que son de allá, hay incluso un bambú de Madagascar, vimos baobabs diminutos (porque estaban apenas en su etapa de desarrollo, a sus tiernos 25 años eran párvulos que no llegaban ni a metro y medio) y vimos otra planta que llaman falso baobab, muy simpático porque parecía como una suculenta grandota que se parecía a un baobab “bonsái”.

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Baobabs bebés
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Falso baobab
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Baobabs bebés

Finalmente, luego de pasar la mañana entera caminando por el parque, nos fuimos a almorzar, había una zona habilitada para comer en el parque y allá llegaban también los lémures a chismosear lo que uno comía. Ya el sitio se iba llenando con más personas, y unas de ellas compraron fruta de baobab. Yo había visto que las estaban vendiendo ahí, solo que no me atreví a comprar. Unos turistas, creo que eran japoneses, compraron un par, y los hicieron abrir. El fruto era como de la textura del lychee y como beige en su color. No se veía muy atractivo. Y si bien yo suelo ser de las que prueba de todo, observamos atentos la reacción de los señores cuando cada uno fue probando un trozo. Sus caras lo dijeron todo, uno hacía arcadas, otro escupió. Luego de ese espectáculo, preferí no probar, además esa fruta tenía un olorcito maluco. La verdad no quería acabar con mi fascinación por los baobabs por cuenta de probar esa fruta.

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Fruto del Baobab

Como llegamos a relativamente temprano de regreso a Tana, pues fuimos a tomar café, porque por supuesto, qué más hace uno. Yo estaba a la cacería de alguna piedrita o cuarzo, ya que Madagascar es famosa por sus piedras semipreciosas (muchos cuarzos, flurorita, citrino, bueno, en fin, el paraíso de las piedritas). Ya había visto un dije que me había quedado imposible de comprar porque no recibían sino pago en efectivo y siempre que pasábamos, o no traíamos suficiente efectivo, o si lo traíamos, el sitio estaba cerrado. Así que bueno. Resultamos en otra hermosa tienda comprando maricadas. La verdad, yo que compro cuanta cosa en un viaje, estuve muy moderada. Entre otras porque para todo el recorrido llevaba un maletín de mano y un morralito. Así que ya iba restringida en materia de espacio. Aún así, uno siempre puede comprar alguna cosa. Nuestras compras en Madagascar de limitaron al ámbito de la de cocina. Compramos todo tipo de pimientas salvajes, unas especies, y por supuesto vainilla, de la de verdad verdad, las vainas enteras, que de paso te dejan todas tus pertenencias perfumadas. Esa vainilla, que cuando la hueles, sólo puedes pensar en cosas felices y bonitas, porque ese aroma es capaz de subirle el ánimo a cualquiera.

Esa tarde fue pasada por agua, así que lo que nos quedó de día, lo pasamos escampando en un lugar, recorriendo y escampando en otro, haciendo paradas obligatorias por café en cada sitio, puesto que no había otra manera de andar, la lluvia fue torrencial, nos lavamos enteritos un par de veces, incluso más que ese primer día. Pasamos por el Café de la Gare una vez más, aún sin hambre, pero cafecito y chisme un par de horas y luego nos fuimos caminando de regreso en medio de todo el caos que es la avenida frente a la estación de tren, llena de música, gente, las rueditas esas de chicago con sus fulanos dándoles tracción y vendedores ambulantes que no te dejan espacio para andar por la acera. Alcanzamos a pasar por el mercado de las especies, hasta que la lluvia nos empezó a espantar y tuvimos que subir unas escaleras hacia la plaza de la independencia y el consabido Buffet Jardin, que esa noche tenía además música en vivo. Ahí nos tocó otro buen aguacero, así que el café se terminó convirtiendo en cena. Y pedimos otros platos típicos de la lista de los 5, una carne a la pimienta salvaje de muerte lenta y un caldo con pollo y hierbas todas desconocidas y deliciosas.

Al día siguiente madrugamos para hacer las supuestas dos horas y media hasta Antsirabé. Lo primero que deben saber es que la gente de Madagascar es igual que la gente de la zona rural colombiana que te dicen que algo queda allí no más, y mentiras que es lejísimos. Nosotros le huimos a la hora pico del tráfico y con todo, nos gastamos fácilmente unas tres horas de ida y unas cuatro de regreso a Antsirabé. Eso sí, el recorrido fue alucinante, los paisajes eran hermosos, y si bien predominaba el cultivo del arroz, los cultivos estaban bien organizados y manejados, muy diferente a lo que habíamos encontrado alrededor de Tana y en la vía hacia el parque de los lémures.

Pasamos por muchos pueblitos diminutos en el recorrido y vimos que todos, al igual que Tana, tenían sus mercados en la mitad de la carretera, la carne y el pollo ahí colgando, las frutas y las verduras llenándose de polvo. Y por fin, me dieron la oportunidad de probar las frituras callejeras. Había notado desde nuestras caminatas por Tana que había puesticos de venta de frituras por todas partes. Es sólo que la plaga y el desconocimiento del nivel de salubridad de las cosas nos limitaba. Para ir a Antsirabé, decidimos contratar a alguien que nos llevara (porque no se imaginan esas carreteras precarias y destartaladas y el transporte público que llamaré buses intermunicipales como para decirlo de alguna manera, qué vehículos tan peligrosos). Nuestro guía / conductor que ya no recuerdo cómo se llamaba, sólo que su nombre empezaba por T y era impronunciable para mí, nos prometió que nos llevaría a desayunar en uno de los pueblitos, en un sitio conocido y limpio. No se imaginan la dicha cuando paramos y vi las frituritas. Unos eran como una especie de buñuelo colombiano, como con forma de torrejita y de masa ligeramente dulce. De las cosas más increíbles que me he comido. La otra era como un churro, más bien similar a los sabores de casa. Eso nos lo dieron con un café diminuto con leche condensada. No era la primera vez que nos daban leche condensada en lugar de leche, y no entendíamos muy bien el por qué, pero pues tampoco nos estábamos quejando. Yo seguía matada con mis buñuelos dulces y en realidad es una de las cosas que extraño de Madagascar. Eso y las salsas. Traté de hacer algo similar en casa, con mis compras, es sólo que no sabe igual que allá. Solo por la comida, volvería. Es en serio. Bueno, y para ir a las costas a esos parques naturales que son dementes.

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De camino entre Antananarivo y Antsirabé
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De camino entre Antananarivo y Antsirabé
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Y aquí fue el desayuno
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Y aquí fue el desayuno
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Y aquí fue el desayuno
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De camino entre Antananarivo y Antsirabé
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De camino entre Antananarivo y Antsirabé
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De camino entre Antananarivo y Antsirabé
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De camino entre Antananarivo y Antsirabé
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De camino entre Antananarivo y Antsirabé
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De camino entre Antananarivo y Antsirabé
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De camino entre Antananarivo y Antsirabé
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De camino entre Antananarivo y Antsirabé
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De camino entre Antananarivo y Antsirabé
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Bienvenidos a Antsirabé

De ida a Anstirabé llovió mucho, y como madrugamos tanto, estábamos medio zombies. Nuestro acompañante tenía música para nosotros y además de descubrir una banda local que nos encantó y que nunca pudimos encontrar ni el Facebook, el playlist de T venía con un surtido de todo tipo de canciones en versión salsa, y por supuesto despacito. No sólo eso, el joven se sabía despacito y la cantaba feliz. Apenas se dio cuenta que nosotros nos la sabíamos, vieran la felicidad de él. Y aún más cuando le pusimos la bicicleta, porque, aunque esa la pusimos nosotros, se la sabía también. La música latina y el reggaetón pisando fuerte en Madagascar.

Al escampar, pudimos ver bien el paisaje. Y qué paisajes. Hicimos parar el carro de ida y de regreso en diferentes puntos, simplemente para poder ver todo con tranquilidad y asimilarlo.

Cuando finalmente llegamos a Antsirabé, descubrimos que era realmente diminuta. Eso sí, estaba llena de detalles coquetísimos. Estructuras al mejor estilo del Art Déco, casonas viejas que parecían como de antiguas plantaciones, la estación de trenes, aún más pequeñita que la de Tana, igual o más preciosa, aunque convertida en parque de diversiones. Recorrimos toda la ciudad rápidamente, fuimos a los mercados, y me comí algo que parecía un chile apanado relleno (tenía arroz y algún tipo de carne dentro). El caso es que esa cosa estaba picante y deliciosa. Yo estaba feliz. Busqué más de mis amados buñuelitos y no estaban.

En nuestro recorrido, recuerdo que era 28 de diciembre, día de santos inocentes, nos sorprendió que tanto la alcaldía como la catedral estaban repletas. Ceremonias múltiples, matrimonios, primeras comuniones, un montón de personas vestidas de blanco, los carros decorados, flores por doquier. Yo observaba aterrada, me parecía de locos este asunto, y en esa fecha tan curiosa. No nos supieron explicar por qué tanta ceremonia ese día. De más que la gente quería cerrar el año con sus asuntos en orden. Sólo que eran hordas de personas.

Dimos un par de vueltas más y adivinen qué, había un mercado artesano únicamente de piedritas. Allá me llevaron estos hombres que tuvieron que sentarse mientras yo preguntaba por cuanta cosa. Al final fue más lo que chismoseé que lo que llevé, pero me fui con piedritas malgaches.

No contenta con eso, hice que estos hombres me llevaran a la cevercería Star, para ver dónde hacían la famosa THB. El Mapache dijo que yo estaba re-dinamizando el sector con mi consumo, y es posible que haya impactado significativamente en el incremento de las ventas ese mes. Sí que me deben estar extrañando por allá….

Por último, fuimos a ver un lago, que resultó ser una cosa bien extraña. Era como el lavadero municipal, en un extremo era un lago donde la gente va y pasea, en el otro extremo, lavadero público, la gente ahí lavando su ropa. Así como era día de ceremonias colectivas, al parecer era el día de la lavada colectiva porque estaba eso repleto. Igual pues cumplimos con chulear de la lista de lugares a visitar y la ventaja es que la zona sí estaba como simpática y dimos con un buen restaurante, así que por ese lado estuvo bien la cosa.

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Alcaldía de Antsirabé con todos los matrimonios en acción
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Alcaldía de Antsirabé con todos los matrimonios en acción
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Alcaldía de Antsirabé con todos los matrimonios en acción
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Alcaldía de Antsirabé con todos los matrimonios en acción
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Alcaldía de Antsirabé con todos los matrimonios en acción
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Alcaldía de Antsirabé con todos los matrimonios en acción
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Oficina de Información de Antsirabé
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Oficina de Información de Antsirabé
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Monumento a la nación malgache
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Monumento a la nación malgache
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Monumento a la nación malgache
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Boulevard frente a la estación del tren
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Boulevard frente a la estación del tren
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Boulevard frente a la estación del tren
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Boulevard frente a la estación del tren
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Boulevard frente a la estación del tren
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Estación del tren
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Boulevard frente a la estación del tren
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Catedral de Antsirabé
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Catedral de Antsirabé
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Catedral de Antsirabé
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Catedral de Antsirabé
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Catedral de Antsirabé
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Edificio del gobierno de la provincia
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Antsirabé
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Antsirabé
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Antsirabé
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Antsirabé
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Antsirabé
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Edificio del gobierno de la provincia
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Un lémur zen
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Antsirabé
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Antsirabé
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El lago
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El lago
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Lavando la ropa en el lago

El regreso a “a casa” en Tana fue largo, sin embargo, lo pudimos amenizar bastante bien. Repasamos fácilmente 30 años de éxitos de la salsa, el merengue, el vallenato, la bachata, incluso reggaetones “clásicos”, de todo. El común denominador era que todo era música latina, porque por alguna razón la empezamos a extrañar. Cantábamos a dúo, porque francamente no sé cuál de los dos tiene el oído más promiscuo. Qué gusto musical tan ecléctico tenemos.  Ya el Mapache estaba listo para irse de Madagascar y dejar atrás esa sensación que nos generaba su desorden. Y yo por mi parte como que repasaba en mi mente si algún día regresaría, ya que, al fin y al cabo, hacía tiempo me había planteado ese destino para celebrar mis 40 en unos cuantos años. Todavía no terminaba de procesar todo lo que habíamos hecho cada día, porque para mí todo era maravilloso, bueno, excepto eso del acoso y el asco que nos daban algunas calles. A veces los lugares me incomodan, me desesperan, me retan. Lo que pasa es que siempre que se llega el momento de tener que empacar para irse, ya no me quiero ir. Quería volver al café de la gare, quería ir una vez más al Buffet Jardin, quería comprar más especies. No quería que se me acabara el primer tramo del viaje, así estuviera intrigadísima por lo que viniera después. Tenía todo tipo de sentimientos encontrados porque, aunque ya habíamos hecho todo lo humanamente posible con el tiempo que teníamos, ya nos conocíamos la ciudad al derecho y al revés, parte de mí sentía que necesitaba un tris más de tiempo en Tana, como si hubiera algún lugar que se me hubiera escapado por ahí.

Y en esas, mientras cenábamos y nos organizábamos, recordamos que alguien nos había recomendado ir a la cárcel de Tana. Lo comentamos. Después de lo que habíamos visto, lo mejor que nos había podido pasar es que se nos haya olvidado ir.

Madagascar no era lo que esperábamos, aunque pensándolo bien, tampoco nos había decepcionado, bueno, tampoco me había decepcionado a mí. Teníamos identificados los cafés que nos gustaban frecuentar y que quedaban distribuidos por la ciudad, lo que nos permitía andarla. Como que armamos una cotidianidad entretenida en un lugar que es en ciertos momentos sentí hostil. Y aunque entendíamos que por la naturaleza de nuestro viaje y los días que teníamos asignados para alcanzar a conocer cada lugar, era imposible andar más de Madagascar, explorar sus costas, que contrastan fuertemente con las ciudades “montañosas” del interior, sentía que nos llevábamos todo eso tan indescriptible que era el lugar. No sé decirlo de una manera amable. Es el lugar “feo” en el que más sabroso he pasado. La comida increíble, la gente muy amable, con las excepciones ya mencionadas. Sabía que estábamos en un lugar único e irrepetible del mundo, y aunque estábamos en África, a la vez yo no me sentía todavía ahí. Estaba en el único e irrepetible Madagascar. Y cuando nos fuimos, que tuvimos que diligenciar esos formatos de la plaga y nos tomaron la temperatura para autorizar nuestra salida, y el Mapache refunfuñaba porque en el aeropuerto cobraban hasta la ida al baño. Incluso ahí, de mal genio y acalorada, yo seguía sonriendo porque había pasado unos días (que se sintieron semanas) en el único e irrepetible Madagascar. Así, sonriente, me subí al avión. Y por si les quedaba alguna duda, el arroz ese con especies que hice mientras corregía mis aportes, quedó increíble. Mi sentido tributo a la comida malgache y a ese lugar extraño por el que pasamos.